Memorias de un leedor, II. El Quijote o la dicha de leer



Ahora tengo nueve o diez años. Ya no me leen en la cama y, la verdad, yo leo poco por mi cuenta, salvo cómics (El Asombroso Hombre Araña, ante todo, mi súper héroe favorito, en las ediciones mexicanas de Novaro). Voy a la escuela en las mañanas –el Colegio Pedro de Gante, dirigido por monjas, a unas cuadras de mi casa– y paso la tarde jugando futbol en la calle con mis vecinos, Alfonso, tres años mayor que yo, y Valentín, un año menor.

Es una etapa sencilla y feliz. La escuela me gusta, me agrada estudiar y sin mayor esfuerzo me va bien en todo, aunque prefiero la Historia y el Español. Estoy perdidamente enamorado de una compañera de la primaria de nombre Elizabeth (entró apenas el año pasado, en tercero, y en el momento en que cruzó por primera vez el salón nos enamoramos todos). Soy un niño profundamente religioso y todos los domingos en la noche me siento a oscuras en la sala a meditar en cómo puedo ser un mejor cristiano. La sombra de la duda aún no se ha asomado en mi interior. Me gustan las chuletas y los bisteces empanizados y mi película favorita es Star-Wars, cuyos juguetes colecciono (ese año o el anterior, los Reyes Magos me han traído lo imposible: el Halcón Milenario, la nave de Han Solo).

Una noche, mi padre me llama al estudio y me propone que lea un libro: “Tiene dos partes –me dice–, cuando termines cada una, te regalo lo que quieras”. Acepto sin vacilar, aun antes de preguntar de qué libro se trata. Es el Quijote, en Ediciones Castilla (Madrid, 1966) con la anotación de Clemencín y los grabados de Doré. Es un volumen grueso, de pasta dura color verde y papel biblia que mi padre compró en el Rastro de Madrid, en 1975, un año antes de que yo naciera. Leería después muchas ediciones, pero para mí el Quijote será siempre fundamentalmente ese libro.

Hasta entonces, mi padre no había intervenido mucho en mis lecturas. La que me leía era mi madre. Recuerdo una vez que por alguna razón no pudo ir a mi cuarto a leerme antes de dormir y fue sustituida excepcionalmente por mi padre. Un desastre. No recuerdo qué libro escogió, pero yo no entendí nada ni me gustó. Nada qué ver con Alicia y con la manera de narrar de mi madre. Ahora, sin embargo, años después, se trataba de un ejercicio muy distinto: no solo debía yo leer el libro para ganar el premio, sino que cada noche, después de leer un capítulo, debía ir al estudio a hacer un resumen oral. Yo estaba dispuesto a todo con tal de obtener la recompensa. Mi primera lectura del Quijote fue, entonces, absolutamente mercenaria.

 

El resto, aquí: https://letraslibres.com/literatura/el-quijote-o-la-dicha-de-leer/

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